¡Deja de salvarte! Ya Cristo lo hizo

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Un sentido de culpa los sobrecoge cuando ven que no oran lo suficiente, que no leen la Biblia como debieran, cuando no hacen el trabajo misionero, obras de caridad o cualquier otro deber cristiano. Llegan a pensar que si Cristo viniera en esos momentos se perderían porque no han sido fieles mayordomos. Hay algo escondido en la conciencia, al igual que un germen que invade el cuerpo, que les arrebata su tranquilidad y confianza. Cuando esto sucede, sienten que Dios se oculta de ellos; y todos los demonios del infierno torturan sus conciencias y se sumergen en gran desesperación. Si no fuera por el Espíritu que viene a su auxilio en esos momentos oscuros en que se enfocan en su propia justicia y la seriedad de sus fracasos y negligencias, perderían todo disfrute de la paz y de las glorias del mundo venidero.

Necesitas gracia para el oportuno socorro, para el momento más apropiado y necesario; es en esos momentos de perplejidad que ella hace más falta. Consuela saber que Dios no está esperando que caigas en pecado para salir a destruirte. Tu Padre amoroso proveyó para ti en los cielos a un Sacerdote que te entiende y se compadece de ti, porque él también experimentó la fuerza de la tentación y la dificultad de vivir en un mundo caído.

Dios es como Cristo. Esta verdad te lleva a conocer y ver a Dios en el Cristo moribundo que cuelga de la cruz, en el Cristo que agoniza en el Getsemaní, en el Cristo que experimenta tu miseria y ahora está en los cielos como tu Padre y Representante, tu Mediador y Fiador. Ese es Dios. Conoce lo que eres porque en todas tus angustias él fue angustiado. Por lo que no debes pensar de él como un Dios distante, sin compasión por el caído, antes como un Padre que ansioso espera el regreso del extraviado, y  lo recibe con gozo.

Si volvemos a la parábola del hijo pródigo te será más fácil entender lo que he señalado hasta aquí. En esa historia el hijo menor sale y malgasta los recursos financieros del padre para luego regresar con las manos vacías; nada tiene que ofrecer, ni siquiera argumentos que justifiquen su conducta. Se ve a sí mismo como lo que es, desnudo y sucio.  Decide volver a su padre, reconoce que no merece que lo trate como hijo; está dispuesto a trabajar para mantenerse dentro del círculo del hogar paterno. Piensa que si le paga con su trabajo, recibirá por lo menos con que aplacar su hambre. Ésta es la manera en que a menudo pensamos de Dios cuando pecamos, nos vemos desprovisto de toda bendición, de los beneficios que gozábamos cuando creímos que éramos fieles, ahora nos decimos a nosotros mismos que necesitamos volver a ganarlos.

Al caer te sientes defraudado, que eres un farsante e hipócrita, crees que Dios está cansado de ti: él conoce tu corazón y no puedes engañarlo. Por lo que te dices que no vale la pena seguir luchando cuando el pecado te vence de continuo. Te sientes tan frustrado que en muchas ocasiones piensas darte por vencido. En esos momentos te dices a ti mismo: si oro con más intensidad, si decido no cometer otra vez la ofensa, si se lo prometo a Dios, si ayuno, si me consagro; entonces lograré la victoria y no continuará enojado conmigo.  Mediante este diálogo con tu espíritu frustrado y derrotado acallas tu conciencia, para días después verla perturbada, otra vez, por un nuevo fracaso, que te sumerge en mayor desesperación.  El problema es que, al no haber serias caídas en tu vida, inconscientemente te has confiado en tu propia justicia. Con tu boca confiesas la justicia de Cristo, pero hay algo en ti que te hace creer que Dios está contento contigo por tu conducta. De momento has quitado los ojos de la vida, muerte y resurrección de Cristo, que garantiza tu reconciliación con el Cielo, y son las caídas las que te hacen ver el engaño de tu corazón: ellas son el aguijón que te despiertan a la realidad.  Cuando piensas que retienes la vida eterna mediante tu piedad religiosa, cuán dolorosa es tu caída y cuán difícil el regreso al Padre.

La historia del hijo pródigo pretende mostrar que la gracia no pone condiciones, se siente satisfecha con que el pródigo regrese, aplaude el que venga sucio y sin excusas ni ofrecimientos. La gracia nos enseña que hay gozo en el corazón de Dios cuando el pecador viene a refugiarse en su misericordia. Nota el sentido de culpa e indignidad que tenía el hijo pródigo, la vergüenza era grande, pero su necesidad mayor. No viene a reclamar o pedir que el padre lo trate como hijo, sino como un simple trabajador para ganarse el sustento. El relato nos sorprende porque no hay recriminaciones para el ingrato hijo, antes una gran fiesta para recibirlo.  Jesucristo desea que entendamos que los estorbos y los impedimentos los colocamos nosotros, no el Cielo.  Quiere que estemos seguros que podemos venir a su presencia, pues hay gracia abundante para los pecadores para el oportuno socorro.

Es cierto que al mirar tu carne no encontrarás nada que asegure que estás bien con Dios; las dudas llenarán tu cabeza y torturarán tu conciencia. Razón por la cual tu amante Padre te manda a que pongas los ojos en el gran Sacerdote que tienes en los cielos; y harás bien en obedecerle. El que te representa delante del Altísimo es santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos (Hebreos 7:26). Los que alimentan sus conciencias con la verdad de la perfección de Cristo y aceptan que su eterna felicidad está garantizada en la experiencia de ese Hombre que alcanzó la victoria sobre el diablo y ahora se encuentra en los cielos presentando su victoria en nombre de todos ellos son los que pueden entrar en el reposo de la gracia. El escritor de Hebreos sostiene que los que han creído han entrado en el reposo (Hebreos 4:3) y, los que lo han hecho, han reposado de sus obras, como Dios de las suyas (Hebreos 4:10).

Reposar es abandonar todo intento de auto-salvación: de procurar crear la reconciliación y la paz con el Cielo, que sólo Jesucristo pudo lograr.  Mientras continúes pensando que puedes solucionar el caos de tu vida, continuarás colocándote en el lugar de Dios y estorbando la llegada de su reposo. La lucha no es fácil, tu carne es idólatra y pretende usurparle la posición a Dios. Te incita a que pongas tus ojos en la productividad de tu vida, en los frutos de tu trabajo. Cosa que por miles de años el hombre ha hecho para entrar en el reposo, y no ha podido. A pesar de ello, por loco y enfermizo que esto aparente, continúa insistiendo en depender de sus obras para su seguridad. Insiste en creer que recibe y disfruta de los beneficios de Dios mientras continúe manteniendo la productividad adecuada de buenas acciones. Un pastor decía:

“Después de muchos años de ministerio pastoral, en que he tenido el privilegio de aconsejar personas de varias culturas y razas, he llegado a la fuerte conclusión de que la última cosa que nosotros los humanos rendimos a Dios es la admisión de que somos incapaces de salvarnos a nosotros mismos. Renunciamos a nuestros pecados, ambiciones, dinero, nombre, fama, comodidad; estamos dispuestos a sacrificarlos y rendirlos todos a Dios. Pero la cosa más difícil, costosa y última que rendimos es la confianza de que hay algo que podamos hacer para ganar la correcta relación con Dios”.

En la historia del hijo pródigo el hermano mayor vivía bajo la filosofía del rendimiento. Pensaba que su posición como hijo la disfrutaba si continuaba trabajando y produciendo para el padre. Se le hacía difícil aceptar que todo cuanto recibía era una bondad y no un derecho. Se molestaba con su padre por la manera de recibir al hijo ingrato, que lo había desperdiciado todo. No sabía lo que era disfrutar de la gracia, y, porque no le hicieron fiesta, entendió que no apreciaban ni valoraban sus esfuerzos. Esta es la diferencia entre vivir para merecer la misericordia y el vivir bajo la misericordia.

La mujer cananea

Quienes se encuentran bajo el amparo de la gracia la disfrutan porque reconocen que no la merecen, y cualquier migaja que cae de la mesa de la misericordia la agradecen con plenitud. Esta verdad la ilustra la historia de la mujer cananea que vino a Jesús clamando por su hija enferma (Mateo 15:21-28). A primeras parecía que Jesús se unía al desprecio que mostraban aun sus mismos discípulos, los cuales insistían que la despidiera. Pero no es así. Con sus acciones el Maestro pretendía enseñar una importante lección. Ella era cananea, de los enemigos de Israel. Jesús le dice que no está bien tomar el pan de los hijos y darlo a los perrillos (manera despectiva en que los judíos llamaban a los gentiles), o sea, ella no era parte de la familia.  Cristo está adoptando palabras e ideas con las cuales sus discípulos están familiarizados. La mujer reconoce que la bendición que proclama no la merece, no hay nada que la recomiende delante del Maestro. Con todo, está dispuesta a venir a la mesa como perrita a comer de las migajas de la gracia que caen de la mesa de los hijos. Te das cuenta que los que vienen a la mesa de la gracia nada tienen que reclamar, y se conforman con lo que reciben.  Vienen en busca de socorro, ayuda y misericordia; y es eso lo que reciben.

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